El artista del Alambre.

Hace tiempo que vengo simplificando mi vida, que en vez de con personas la quiero llenar con música y letras. A veces le tengo miedo a escribir, no sé qué pueda confesarme. A veces le tengo miedo a cantar, por si me encuentro muy a gusto y sin ganas de hacer nada más. Pierdo mucho el tiempo. Estoy experimentando el placer de dejar ser a todos los demás y dejarme ser a mi misma en presencia de los demás. Nunca fui esclava de los químicos sino de mi misma y hoy lo soy más que nunca a esa sensación de que no habrá más un fin del mundo, una fecha de caducidad, una muerte anunciada, un fracaso absoluto, un intento fallido, una hipótesis mal formulada, una estadística que no arroje datos. Hoy he venido a escribir a Valentino y es verdad que tengo esa sensación en la nariz de cuando tienes ganas de llorar, pero no por nada en especial. He tomado un café con leche y un dulce, (lo confieso). He escuchado la música de un guitarrista maravilloso que me ha enviado sus temas para que los escuche. Lo busco a él en realidad. A un guitarrista que me conmueva, yo que estoy enamorada de la música, y del pop, y de Madrid, y de los ochenta, y del beat del bajo en las canciones, y del sonido del platillo, y de las canciones que hablan de vidas de personas que son especiales y no encuentran un lugar en su vida, que se visten de mentiras.  Colorear. Pienso muchas veces en Antonio, y en Fernando, y en mí, y me doy cuenta de que llevo demasiado peso en mi cuerpo de 1'64 m. Son como la cara y la cruz y supongo que yo soy la moneda. Demasiados nombres para mi cabeza. Demasiados recuerdos para una isla tan pequeña, demasiados sueños para tan poco tiempo. Tenemos la costumbre de convertirnos en personas que no somos en función de quién esté a nuestro lado. Sí, como muñecos. Pero yo quiero seguir revelándome, en el sentido literal de la palabra, revelarme, sacarme afuera, exponerme, inventarme, darme a conocer. Tal vez lo siga haciendo aquí o tal vez fuera, donde no hayan Antonios ni Fernandos, ni recuerdos,  y no espere ninguna llamada que no llegará,  porque en el extranjero a nadie se le ocurriría llamarme. Estoy bastante melancólica para todos los besos que he dado últimamente, tal vez sea eso, que he probado otros besos que pensaba que no me iban a gustar, que en realidad pedía con todas mis fuerzas que no me gustaran, para no volver a perder todo lo que he conseguido encontrar en este tiempo de revelaciones. Pero es algo innegable, los besos te anestesian, te sumen en un estado alterado de conciencia que te veta, te deja fuera de juego y te convierte en una adicta. Ahora mismo estoy rechazando esa sensación y el deseo. Escapando del empaste perfecto que se dio entre mis labios y los de ese hombre. Escondiéndome debajo de una gorra de franela con estampado de cuadros y mis gafas de pasta negras, refugiándome en Valentino, un bar italiano donde hoy hay fútbol italiano también, donde suelo venir a chupar del wifi, no sin antes consumir algún café amargo y dónde suelo encontrar a la santa Madonna más cercana a mi vida, a mi amiga Daniela, que ya hace tres años que no la veo y cuyo último recuerdo juntas lo tengo en este mismo lugar, en el año 2010, celebrando la victoria de la selección Española en la final del Mundial de fútbol de Sur África. Ella es como un personaje de esas canciones que hablan de gente peculiar. De ella puedo decir que es un espíritu libre, que se ata por amor, que tiene un ojo medio marrón y medio azul, que su pelo es negro y con el mismo corte que el de Cleopatra, que fuma muchísimo y espero que ya no beba. Que la amo y que ella me ama a mí, que planea su vida conmigo en ella como no lo hizo ningún hombre que dijo que me quería. Que será mi refugio cuando nada de lo que tengo aquí exista. Que siempre volveré a ella y ella volverá a mí. Que sé por seguro que ese refugio se encuentra en cualquier lugar siempre que estemos juntas. Amar puede ser de hombres, pero hacerlo de verdad empiezo a creer que sólo está reservado para las mujeres.

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